Luego de trabajar para varias marcas, en el 2000 lanzó una etiqueta coronada con su nombre y apellido. Desde ese momento, supo ser el creador de un estilo tan único como irreverente, que llegó para imponerse. sobre todo, los diseños que tras quince años siguen creándose en color negro.
Txt. Florencia Garibaldi / Foto. Ana Grucki
Entrar al mundo Ramírez es un privilegio para pocos. Debajo de su tienda reside la oficina, aquel espacio personal donde parece que habitan fragmentos de su mente. Un hermoso sillón negro de terciopelo con muñecas sacadas de una película de Tim Burton, un enorme escritorio, también negro, un perchero con prendas y al fondo, el taller donde la magia es posible. Es inevitable no contagiarse del impecable sentido de la moda que Pablo transmite en cada palabra que emite.
Naciste en el pueblo de Navarro, ¿fue difícil para un chico creativo vestirse en un lugar tan conservador?
No me gustaba lo que había, ni me sentía identificado. Intentaba encontrar algo o mandaba a hacer. Revisaba el ropero de mi papá de cuando era joven con prendas de los 50 o 60 de sastrería. Después me enteré que en Buenos Aires existían las ferias vintage (risas). Con eso me las arreglé para ver la manera de vestirme como quería, con las posibilidades que tenía. Cuando uno es chico está en la búsqueda de la identidad a través de la ropa. Experimenta. Era complicado para mí por estar en un pueblo y ser “el distinto”. Mi papá era mecánico y le costaba verme “siendo raro”. Hay una cosa del estigma y todo tiene rótulo en Navarro. Lo que tenía claro desde chico es que me quería ir de ahí.
Sin embargo, estaba tu Tía Carmen, que fue quien te inspiró a dedicarte al arte…
Era mi madrina de bautismo, que murió cuando tenía cinco años. Había un mito sobre ella. La casa que tenía era antigua tipo chorizo y funcionaba como correo. Además, era un centro cultural, ella enseñaba piano y pintura. Para mí era alguien que tenía muchos talentos, dotada de múltiples gracias y fue una inspiración. Era estimulante, el ejemplo concreto del poder hacer, porque vivía del arte.
Tu primera opción fue el dibujo. ¿Cuándo comenzó a interesarte el diseño de indumentaria?
De chico pensaba que me iba a dedicar a dibujar, pero cuando pensé cuál sería la profesión era ser Walt Disney o estudiar Bellas Artes. Pero no imaginaba como podría vivir del arte. No lo tenía claro. Dibujaba sin parar. Allí estaba presente el tema del cuerpo, del traje, del vestido. El dibujo fue desembocando por ese lado. Veía todo como muy lejano. Aparecieron en los 80 los concursos de Alpargatas en los que participé tres años, y no podía ganar porque era menor de edad. Me decían seguí participando porque tenés talento. Me parecía estimulante todo, me invitaban a ver desfiles y la exposición de los finalistas. En 1989, se abre la carrera de diseño en la Universidad de Buenos Aires y justo estaba en el último año de colegio y dije “Esto es lo mío, ya tengo solucionado lo que voy a hacer”. Vine a Buenos Aires, entré en la facultad y en 1994 recibí de sorpresa un contrato para trabajar en París.
Arrancaste trabajando para diferentes marcas, ¿de qué manera diste el salto para poner tu propia etiqueta?
Se fue dando, no lo planeé. Cuando entré en la industria ya había alcanzado la fantasía de aquel niño de pueblo, no soñaba con tener una marca con mi propio nombre. Trabajé del 94 al 99 en diferentes empresas. Todos esos años, no me di cuenta que había adquirido mucha experiencia y el know how. En un concurso del 99, hice algo que sin darme cuenta demostraba el background que tenía en la moda. Entonces, vieron mis diseños como un producto terminado. En el desfile se preguntaban dónde estaba todo eso colgado y en realidad eran prototipos. Fue así que la productora del concurso me dijo que tenía que mostrar mi colección y que ella iba a darme la pasarela. En marzo del 2000 presenté la primera versión, sin ningún plan. Sólo pensé que quería ropa negra, trabajar sobre la identidad y el estilo. Porque me parecía que ese era un gran problema en Argentina, que carecíamos de algo propio que no sea copia.
El perfeccionismo es una de tus características. ¿Influye eso al colaborar en otras marcas?
Soy flexible y me encanta el desafío de adaptarme a otro universo, pero lamentablemente tengo un esquema que es el propio con una forma de trabajo y una mirada. En definitiva con quien colabore no perjudica al otro, sino a mí que tengo que trabajar diez veces más. El problema es que la exigencia es conmigo y al no estar en mi escenario, es peor. En mi casa manejo mis obsesiones a mi escala pero cuando me voy a otro lugar me da más presión. Hay insatisfacción al no estar del todo conforme. Al final todos están felices menos yo porque veo cosas que no salieron como quería. Pero es algo interno (se ríe).
¿Por qué no te gusta que en tus desfiles se cubran los backstage?
No me interesa que me muestren como el mago hizo el truco porque me quitó la magia. Si todo el tiempo vemos cómo saca el conejo de la galera no tiene más gracia. Como realizador considero que la moda es fantasía, ilusión y sueño. Me molesta que vean lo que hay detrás antes de ver el desfile. Si tenés que armar un back pensando en que tenés ochenta cámaras, el objetivo deja de ser el desfile. El desfile es debut y despedida, y si salió mal ya está, pasó ahí. Hay demasiada distracción y problemas antes, y después no tenés repetición. Así que no quiero que haya backstages. Que lo cubran del otro lado, con todo armado, las modelos vestidas, maquilladas y peinadas.
Soles diseñar vestuario y una prenda que quedará por siempre inmortalizada, es el tapado del Principito que le hiciste a Gustavo Cerati. ¿Imaginabas que tendría tal repercusión?
Vino a verme, me contó que estaba por armar algo con una orquesta sinfónica y lo pensé como a uno más de mis clientes, no en que iba a pasar. No tomé conciencia de la escala. Él era una persona educada, amoroso, sensible, no te dabas cuenta quién era. Pero cuando lo vi en el escenario y escuché los gritos de la gente, no entendía qué pasaba. Se abrió el telón y me sorprendí. Lo que más me fascinó fue la gracia que él tenía con el tapado, era muy grande y pesado y se lo puso igual. Ese trabajo lo que tuvo de mágico es que fue la primera vez que se hacía algo así en vivo. Cuando lo vi parecía que había nacido con el tapado puesto. Era un abrigo para la guerra, vestirse para resistir, porque él que era un cantante Pop se estaba por enfrentar con una orquesta sinfónica. Era una armadura. A la vez quería darle un guiño del Pop, por eso usé denim y fue lo que sirvió porque como es azul, terminó pareciendo del Principito.
¿Alguna vez te arriesgarías a salir del negro?
La verdad es que no. Para algunas clientas trabajo con color a pedido o cuando hago vestuarios. Personalmente no siento la necesidad de desviarme de mi camino, hace quince años que estoy haciendo esto y funciona.