Nuestros padres, los adultos, se jactan de que los jóvenes somos quienes perdimos la capacidad de transitar nuestra vida sin al mismo tiempo estar pegados a la pantalla de un celular. Lo cierto es que, aunque eso tiene una parte de verdad, ellos también sufren de aquella adicción… y se podría decir que de una forma todavía más profunda.
Texto: María Belén Prieto / Fotos: Freepik
Tengo 22 años y vivo con mis papás, mi hermano (20) y mi hermana (18). Nos sentamos a comer juntos casi todas las noches. Cuando suena un celular, mis hermanos y yo hacemos como si nada, estamos acostumbrados a ese sonido – o, en realidad, preferimos tener nuestros celulares en silencio. Mis padres, por otro lado, levantan la mirada en busca de la pantalla iluminada y, después de unos segundos, deciden pararse para ir a responder a ese mensaje.
Casi nunca es algo urgente, pero a ellos les preocupa que lo sea. Mis hermanos y yo no lo entendemos… ¿acaso no saben que si pasó algo que requiere su atención la persona que los busca seguramente los llame? Si es solo un mensaje, puede esperar.
Los adultos recriminan a los jóvenes por su adicción a la pantalla, a estar todo el tiempo conectados. Pero de lo que no se dan cuenta es que ellos también están pendientes de aquella tecnología.
Mi teoría es que nosotros, los jóvenes, crecimos con nuestros celulares en la mano y aprendimos a discernir entre cuándo hay que prestarle atención y cuándo no. Al chatear con mayor constancia, sabemos cuándo algo es urgente y cuándo no. Los adultos, por otro lado, se enfrentaron a la posibilidad de la conexión permanente cuando sus cerebros ya estaban desarrollados; entonces, les resulta más difícil no responder a todo mensaje o llamada que les llega. Para ellos, nada ni nadie puede esperar.
Es cierto que la adicción a la pantalla no discrimina… tanto jóvenes como adultos estamos acostumbrados a vivir con esta tecnología. Pero, repito, los más chicos crecimos con ella y aprendimos a que sea parte de nuestra vida, en lugar de nuestra vida en sí.
Claramente, yo también siento ese deseo por contestar un mensaje – sobre todo si proviene de una persona con la que disfruto hablar -, pero, si llevo el celular a la mesa, está en silencio y con la pantalla hacia abajo. Para los adultos, es distinto: cualquier mensaje merece respuesta, porque cualquier mensaje puede ser una emergencia.